Le llamábamos el Loco de la Azotea. Todavía ahora, cuando pienso en él, vienen a mi cabeza las historias de miedo, los cuentos de fantasmas y los relatos de príncipes exóticos que nos contaba. Él hacía las delicias de mi niñez. Nos llevaba a horcajadas sobre sus hombros -a mis hermanos y a mí- y a sus espaldas podíamos recorrer cincuenta leguas o más. Más altos, más lejos.

Nunca supe por qué vivía allí. Atrapado, encerrado entre montañas de libros esparcidos por el suelo. Libros… los había por todas partes. Apilados junto a la mecedora. En las estanterías que recorrían las paredes. En la mesa. Cerca de la cama. Los montones eran interminables, y siempre estaba adquiriendo nuevos ejemplares. En cambio, los libros viejos estaban bien ordenados. El tiempo y la humedad habían hecho estragos en algunos de ellos, encogiendo las páginas de color marrón. Y hasta recuerdo que los roedores habían mordisqueado los bordes de algunos.  Al abrirlos olían a humedad, un olor dulzón y penetrante, el olor del Loco.

Cuando compró la Masía y la finca por una ganga, el terreno había dejado de ser productivo y todos intentaron que desistiera.

– Nunca serás capaz de levantarla… Campredó está muy lejos y encima…

Sí, la cojera era el arma que todos esgrimían cuando querían echar sus sueños por la borda, pero la azotea fue lo que le conquistó. Las ventanas se abrían directamente al campo, a las hileras de naranjos y mandarinos, al bosque de pinos y a la enorme higuera que crecía al fondo del jardín. El Loco de la Azotea era un personaje curioso. Rara vez abandonaba su biblioteca, prefería estar allí encerrado, entre sus libros. Por las mañanas al salir de casa y cuando volvíamos del colegio,  corríamos a verle. Él aguardaba sentado en el diván, con la mirada desplazándose con avidez sobre las letras. No le angustiaba el tiempo, era capaz de perder horas y horas, dejar que volaran, solo por poder terminar algunas páginas más, por alcanzar un punto estable del hilo histórico.

A veces, cerraba el libro de golpe. Tal vez las palabras eran demasiado duras, o las situaciones muy reales, o los sentimientos demasiado vívidos.

Parte de mi infancia transcurrió allí arriba. Los días lluviosos sentada en la silla junto a la chimenea, o en el suelo frío pelando mandarinas mientras él nos leía una y otra vez el libro que le habíamos pedido. A veces, se detenía en medio de la lectura y cerraba los ojos. Nosotros, todavía pequeños, reíamos por lo bajo de su frente surcada de arrugas y nos dábamos codazos pensando que se había quedado dormido. Pero no dormía.  No le bastaba con ver las letras, había que imaginar. Los personajes eran reales, con su carne de papel y el alma de tinta. Como también eran reales las emociones que suscitaban, los retos que enfrentaban. Y por eso, cuando volvía a abrir los ojos alguna vez los tenía llorosos. Eso nos hacía enmudecer. Luego aprendimos a leer. No recuerdo muy bien cuándo fue, si me costó mucho o fui rápida. Con mis hermanos hacíamos juegos con las sílabas, dando lugar a palabras malsonantes, lo que nos hacía mondarnos de la risa y molestar la paciente lectura del Loco.

Hace poco regresé a la azotea. Era una tarde de principios de otoño, y el sol inundaba de luz la estancia. En el centro de la chimenea había un montoncillo de piñas y pinaza, esperando a ser prendidos. Alguien había estado allí recientemente. La prueba eran una manta y dos libros abiertos junto a unos huesos de melocotón. La combinación libros y comida no me gusta, así que al agacharme para recogerlos reparé en la pequeña libreta. La abrí por curiosidad. Con una letra alargada y suelta había títulos de libros,  nombres de autores y algún que otro verso reconocible. Me llamó la atención una palabra que el dueño había rodeado con fuerza: azotea. Y a continuación, algo semejante a una definición: arriba, más cerca del cielo y de la luz.

Publicado por saborafruta

Saborafruta es el portal online de la Finca el Molí. Nos dedicamos desde hace más de treinta años al cultivo y producción de naranjas y mandarinas. Nuestro objetivo es obtener el mejor producto del árbol, evitando aplicar productos químicos, eliminando los procesos de transformación de la fruta, y ofrecer al cliente una fruta natural, sin manipulación ni almacenamiento, y con sabor original. Esta finca es una empresa familiar cuya propiedad está presidida por la masia de la finca, puesta a disposición del público para disfrutar del entorno natural de la zona del Ebro en cualquier periodo del año.